El pasado 14 de enero el Ministro de Educación, Cultura y Deporte, D. José Ignacio Wert Ortega tenía programada una conferencia en Sevilla. El título y contenido de la misma han dejado de tener la menor importancia . Ese mismo día, en el mismo sitio y a la misma hora, una parte de sus administrados acudió con la doble intención de hacer visible su rechazo a la gestión de Wert y de no dejarle hablar.

http://youtu.be/C2HDDcenn-Q

De inmediato se invocó la libertad de expresión (la del ministro) y se tachó a los manifestantes de ignorantes y de fascistas.

Lógicamente, si a uno lo pillan desprevenido, lo normal es que se posicione en favor de la libertad de expresión y en contra de un puñado de ignorantes fascistas. Lo que pasa es que si de alguna manera no nos va a pillar este ministro es, precisamente, desprevenidos.

El caso es que este gobierno se aplica con tanto entusiasmo a la construcción de una neolengua, según el precepto orwelliano, que lo normal es mirar el cielo y consultar un barómetro y Windgurú si nos dice que llueve. Hemos aprendido que garantizar los servicios sociales significa recortarlos, que externalizar la gestión es sinónimo de privatizar, que liberalizar la economía consiste en meter a tantos exministros en consejos de administración como sea posible…

Con esos antecedentes, lo mínimo que puede uno hacer, por pura higiene mental, es pararse a analizar si la libertad de expresión estaba en este caso en juego y si los calificativos de ignorantes y fascistas vienen o no a cuento.

En primer lugar resulta un tanto chocante oir al lenguaraz ministro Wert reclamar para sí mayor libertad de expresión. ¿Mayor aún? No será porque le falten micrófonos, cámaras y periodistas amistosos cada vez que se levanta dicharachero, que es bastante a menudo. Más bien se trata de la colisión entre su derecho a hablar y el de los de enfrente a ser escuchados. No cabe duda de que la comunidad educativa no tiene los privilegios de que goza el ministro de educación a la hora de comunicar su mensaje. ¿La prueba? Preguntad a cualquiera a bote pronto cuáles son las críticas que hace a la LOMCE la comunidad educativa.

Pero no es sólo que los medios de comunicación afines al gobierno (o sea, casi todos los grandes) silencien o distorsionen la voz de alumnos, padres y docentes; es que jamás se ha redactado en España una ley de educación desoyendo tan ostensiblemente a quienes tendrán que administrarla, padecerla y pagarla. Es un tópico generalmente asumido que los cambios legislativos en Educación deben contar con el máximo consenso político y social (y profesional, añadiría yo). El propio Partido Popular lo ha reclamado insistentemente en el pasado.

Y sin embargo presentan un proyecto de ley que tiene la inédita virtud de unir en su contra a todos los sectores de la comunidad educativa. Con el consenso de sus consejeros y de los principales beneficiados (Iglesia Católica y colegios privados) le parece suficiente.

Pues bien, eso también es libertad de expresión: ser escuchados en los procesos de toma de decisión que nos afecten.

Más: desde el principio de las protestas que conocemos como marea verde, las advertencias y amenazas por parte del Gobierno estatal y algunos autonómicos han sido frecuentes, llegando a prohibir las críticas al Gobierno o siquiera vestir la camiseta verde que identifica esta lucha, bajo amenaza de despido y pérdida de la condición de funcionario. Eso es también libertad de expresión.

Ya puestos: que en un país como España, con los grandes medios de comunicación en manos de grupos afines al poder, y con RTVE devuelta a las catacumbas del servilismo y la propaganda, que un ministro se queje de no poder expresarse libremente sería un chiste si no fuera trágico. Si ese ministro, encima, es el principal fabricante de cortinas de humo, salidas de tono y provocaciones gratuitas del actual legislativo… pues eso.

Pero vayamos a la ley. No hay nada que atente más profundamente contra la libertad de expresión que aquello que inhibe la propia capacidad de expresar algo. La LOMCE, con su afán segregador y discriminatorio, con su entrega de los recursos públicos a los intereses empresariales y con su renuncia a formar individuos con capacidad crítica, va a ser una herramienta de idiotización de la sociedad que ríanse ustedes de Sálvame.

Con todas las críticas recibidas (y merecidas, muchas de ellas), la LOGSE fue al menos capaz de dos cosas: de universalizar de hecho el derecho a la educación; y de situar en la media de  la OCDE el nivel educativo de un país que históricamente tenía serios déficits en ese aspecto de su desarrollo. Sí, han leído bien: en la media, un poquito (0.3%) por debajo en el ranking PISA. La LOMCE supone una importante regresión incluso comparada con la LOGSE. ¿Qué capacidad de expresión tendrán los españoles formados en esa ley, más allá de difundir eslóganes prefabricados? Pues eso, queridos amigos, es un ataque a la misma raíz de la libertad de expresión.

Cuando a un colectivo tan determinante y numeroso como los usuarios y profesionales del sistema público de educación se les menosprecia y amenaza de ese modo, callarle la boca a un ministro se convierte en un ejercicio inexcusable de ciudadanía.

Por mi parte yo daría por desmontada la primera falacia, si os parece bien. Sigamos. ¿Eran los biocoteadores del acto de Wert un puñado de fascistas ignorantes?

Imagino que conocéis la Ley de Godwin, según la cual a medida que se prolonga una discusión la probabilidad de que se produzca una acusación de fascismo tiende a 1. La acusación tiene como efecto la imposibilidad de continuar discutiendo el tema inicial, al sustituirlo por otro más tremebundo. Pues bien, en este caso ambas partes han incurrido en la misma falacia, intercambiando acusaciones de fascismo desde el primer momento. En un círculo vicioso irresoluble, el ministro desdeña al interlocutor que lo desdeña.

Pero ¿puede calificarse de fascistas a quienes reclaman precisamente una ley de educación más democrática, más participativa e integradora? La verdad, a mí me costaría trabajo. No caeré en el error de suponer que el ministro tal vez desconoce otros calificativos para designar a un grupo claramente hostil y disruptor. No, porque hacerlo sería tan grave como suponer que sólo desde la ignorancia de la norma democrática era posible una protesta como la del lunes. Es precisamente desde la autoconsciencia y la puesta en práctica de sus derechos que un colectivo menospreciado y castigado decide reaccionar y mostrar a gritos, si hace falta, no sus argumentos sino algo más básico: que los tiene, y que no están siendo atendidos.

Lo verdaderamente triste de lo ocurrido durante la fallida conferencia no es que un grupo de estudiantes impidiera un acto de propaganda (huy, perdón) de comunicación. Lo triste es que el ministro saliera de la sala ignorante del mensaje que la comunidad educativa tenía que darle: que se le ve el truco; que no vamos a permitir sin lucha que desmantele y privatice otro más de nuestros servicios básicos; que lo que está en juego es un derecho tan fundamental como el que los estudiantes le pusieron momentáneamente en suspenso. El derecho a una educación digna al alcance de todos bien merece que por una vez se haya dejado al ministro con la palabra en la boca. Que no haya querido acusar recibo del mensaje sólo indica una cosa. Que habrá que repetirlo en futuras ocasiones.

 

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