Ayer, como cada 5 de noviembre desde hace treinta y tantos años, felicitamos a mi padre su cumpleaños con libros. No recuerdo haberle regalado nunca otra cosa (miento, y material de dibujo, pero siempre acompañado de algún libro).

El primero que le regalamos nos costó a mi hermana y a mí nuestras pagas de dos semanas. El Rizo, de Robert Littell, una novela de espías típica de la guerra fría. No creáis que fue una compra tan informada, con 8 o 9 años que tendríamos. Lo busqué ayer en la casa de mis padres con los datos que recordaba: Colección Reno de Plaza y Janés, lomo rojo y el título. No es que él fuera entonces ni haya sido luego muy aficionado a las tramas monótonamente enrevesadas del género, y en cualquier caso poco sabíamos nosotros de sus gustos literarios. A mí me sacaban de El Club de los Cinco y me perdía, la verdad. No. Lo elegimos porque en la portada aparecían una hoz y un martillo cruzados, y a nuestro padre ‘le gustaba eso de la política’. D. José María Ginel, maestro y librero, que había sido previamente informado de nuestro propósito y presupuesto, aprobó la elección: ‘Este le va a gustar’.

Y debió parecernos que le gustó, no digo el libro sino el regalo, puesto que hemos seguido insistiendo en lo mismo desde entonces. Aunque tengo un recuerdo más o menos claro de la compra (el expositor giratorio de alambre, nosotros mirando las ilustraciones de las portadas, la oscuridad de aquella librería demasiado larga y estrecha para recibir buena luz, incluso la voz un tanto cascada de Don José María… todo esto recuerdo y seguro que lo idealizo, porque aparece incluso un oportuno rayo de luz, y ya es mucha postal esa)… menudo paréntesis he abierto… Aunque recuerdo bien aquel momento, decía, no tengo ninguna imagen sobre cómo fue recibido. Tampoco mi padre recordaba hasta ayer que aquel fue nuestro primer regalo, así que estamos en paz. Quizá mi hermana, siempre más cariñosa, tenga mejor recuerdo de aquella parte.

Pero me estoy yendo mucho por las ramas de lo personal y yo lo que quería era poner en contexto un hecho que ilustra una fea tendencia. Ahí va el hecho: ayer, por primera vez desde entonces le hemos regalado dos libros que ya tenía, a saber: La carretera, de Cormac McCarthy, y Anatomía de un instante, de Javier Cercas.

Y diréis: pues no es para tanto, te los quedas o los cambias y ya está. Y es cierto, pero… es algo que no había ocurrido en más de treinta años multiplicados por tres ocasiones: cumpleaños, San José y Reyes. Ni siquiera después de que me fuera de casa, hace más de veinte. Aunque no conviviese con aquella biblioteca nunca había elegido un libro que ya figurara en ella. Si lo pensamos, la estadística juega de mi parte. ¿Cuántos libros se editan al año? ¿Cuántos desde que Guttenberg mandase al paro al sector entero de los copistas? No suelo ceñirme a novedades, así que ¿qué probabilidad había?

Vuelve la imagen de aquellos dos hermanos con sus pagas de dos semanas en el bolsillo de la trenka manoseando libros de la colección Reno. ¿Estaban ya los de Bruguera en el estante de atrás? Puedo recordar muchas otras ocasiones buscándole libros aquí y allá. Me gusta perder el tiempo recorriendo lomos, abriendo volúmenes, leyendo párrafos sueltos. Sólo cuando tengo prisa o me duelen ya los ojos sin encontrar nada que llame mi atención acudo al dependiente con la esperanza de que sea librero y no vendedor de libros. ¿Cómo se llamaba aquel tan malencarado de Mignon en Cádiz? No era del tipo sociable como los de Praxis, en Algeciras, que te invitaban a café si era la hora y no había mucha gente, pero tenía una memoria que aunaba lo fotográfico con lo enciclopédico: ‘¿El asno vio al ángel, de Nick Cave?’ Pregunté convencido de que no tendrían algo tan peregrino. ‘Editorial pretextos, cubierta morada, por allí, en Narrativa Internacional’, contestó sin pararse. Qué máquina. O los comprensivos y pacientes libreros de la librería frente a Bellas Artes en Sevilla, siempre dispuestos a buscar una edición más barata si la hubiera, y a dejarte ojear largo rato aquellos que no podías pagar. Qué apañados. O los jóvenes pero sobradamente preparados de FNAC.

Libreros. Gente de libros. Luego están los vendedores de libros, que son gente de caja rejistradora.

‘¿Algo de Ayala?’, pregunté ayer faltando a mi costumbre de curiosear anaqueles. Se giró a la pantalla de su terminal: ‘¿Sabe el nombre de pila?’. ‘Ejem… Francisco. Francisco Ayala’. Tecleó en la base de datos. ‘¿Algún título?’. ‘La cabeza del chivo‘, me equivoqué. No me corrigió. Cualquiera de los anteriores hubiese dicho: ‘…del cordero’. Ella no, pero hizo varios intentos antes de rendirse. ‘Si hay algo estará por aquí’, dijo acompañándome al estante de clásicos. Qué mona.

No estaba allí, así que le eché un vistazo a las mesas de novedades. Qué desolación. Qué de derechas es El Corte Inglés, amigos. Es algo que atufa especialmente en las secciones Vestir y Librería. Electrónica y Fotografía son más asépticas, Menaje del Hogar se escora con cierta claridad, Deportes empieza a ser territorio hostil, pero te acercas al textil o a la palabra impresa y es que tumba. Entendámonos: la libertad de expresión es sagrada, y una tienda se expresa a través de su selección de mercaderías. Pero el cliente también goza del mismo privilegio, que manifiesta llevándose su dinero a otra parte, por ejemplo, o reseñándolo en su blog. También creo necesario aclarar que nada tengo en contra de la buena literatura de derechas, que la hay y mucha. ¿Qué voy a tener yo en contra de Borges o de Pessoa? Lo que me resulta difícil de tragar son esas panoplias repletas de demagogia revisionista, análisis ramplones, conspiranoias insostenibles y gracietas de señorito, reunidas todas para deleite del lector poco exigente pero muy de derechas, oiga.

Tal era el panorama que me recibía en la sección de libros de ECI, que además estaba en proceso de remodelación, como si quisiera joderme la tarde. Abandonada mi primera intención (Ayala, os recuerdo) y espantado por las mesas de novedades, avancé a tientas. Coño, ¿otro de Dan Brown? Qué rápido escribe ese hombre, y sin comerse las tildes ni nada. Huy, y más de vampiros en la edad del pavo. Virgen, ¿en serio piensan vender esa enorme pila de Larsson?

La verdad, cuando divisé en lontananza las encuadernaciones siempre reconocibles de Mondadori y Anagrama me lancé a aquel pasillo como quien se acoge a sagrado. Aquella librería había quedado reducida a una superficie habitable de dos metros cuadrados. Claro. Ahí está. La probabilidad en mi contra ahora. Cuando tienes a tu disposición la Historia de la Literatura puedes tomar dos volúmenes cualesquiera sin mirar y la probabilidad de que José Araújo los haya leído es mínima. Si cuentas sólo con dos metros cuadrados y dos editoriales… elimina los que sabes que ha leído y los que sabes que no le gustarán y la cosa queda en… en dos libros que ya ha leído.

Qué de derechas es también ECI en eso. Qué entrega al libre mercado. ¡Compren terror adolescente y policíacas suecas, que me las quitan de las manos, señora! Y mira que lo avisó Cervantes: cuidado con la mala literatura, que nos hace interpretar erróneamente la realidad y temer a los molinos de viento, a los vampiros, a las punkitas pirómanas y al Estado intervencionista en lugar de a los morlacos de carne y cuernos que hay por ahí sueltos y forrándose a tu costa. Es la fea tendencia de la que hablaba. La uniformidad mediocre del best-seller está arrinconando en la librerías a la literatura. En el ecosistema de papel y tinta actúa como especie oportunista que, libre de sus depredadores naturales, se reproduce sin medida y se alimenta sin tasa, acabando con los habitantes originarios. Si creyera en esa pamema del diseño inteligente tendría que achacarlo a una conspiración, pero habiendo sido educado en Darwin lo interpreto como un nuevo desmán de la mano negra, nada oculta pero estúpida, del mercado omnipotente.

¡En fin! Que voy a ver si me cambian los libros por un par de zapatos y me voy a buscar algo decente a la Casa del Libro o a FNAC, que venden por Internet. Sin ir más lejos.

Qué de derechas es todo, coño.

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