El arte es una cosa. El mercado del arte, otra. Cada vez que surge el tema del precio de determinadas obras, me salgo por la tangente excusando que de arte sé algo, del mercado del arte no. No es exactamente cierto, pero son temas tan dispares que prefiero no entrar en el segundo cuando lo que realmente me interesa es el primero. Pero hay un par de anécdotas que ilustran la cambiante relación entre arte y dinero que quiero contar.

La primera es el conocido caso de Herb y Dorothy Vogel, una pareja de funcionarios neoyorkinos (de correos él, bibliotecaria ella) que en los años 60 decidieron iniciar una colección de arte. Vivían los dos del sueldo de ella y empleaban el de él en adquirir obra de artistas contemporáneos. No para mostrarla. No como inversión. Por pura y simple pasión por el arte.

En aquella época un funcionario de correos podía permitirse obras de, atención, Joseph Kosuth, Sol LeWitt, Roy Lichtenstein o Joseph Beuys. Así, comprando obra de pequeño formato para su apartamento de renta limitada del Upper East Side llegaron a reunir una colección de casi 5000 obras de artistas clave del minimalismo y conceptual, salpimentado con algo de pop.

A principios de los 90 los Vogel decidieron ceder su colección a la National Gallery of Art, y posteriormente donar parte de ella a 50 instituciones de los 50 estados de los EEUU.

¿Van pillando el tono romántico de la cosa? ¿La pasión privada de estos coleccionistas proletarios y su renuncia a monetizarla? ¿El papel del mecenas civil en el desarrollo de las corrientes de vanguardia a mediados del SXX? Bien. Vamos con la segunda anécdota, que es más fresca.

Os presento Cabeza de mosquetero, obra de Pablo Picasso de 1968. Se encuentra expuesto temporalmente en un museo de Ginebra (Suiza) y es noticia estos días porque ha sido adquirida por 25.000 propietarios particulares al precio de dos millones de francos suizos. 50 francos por cabeza, poco más de 40€.

Se me ocurren pocas cosas más vacías y anticlimáticas que comprar 1/25.000 de un Picasso. La compra te da derecho a ir a verlo al museo en el que se expone, tomar parte en la decisión sobre el destino definitivo de la obra y a varios formatos de merchandising que incluyen el certificado de propiedad, una tarjeta numerada y reproducciones digitales varias, incluido un escaneo 3D. La operación ha sido tramada por una web de ofertas online como truco publicitario. Es decir, tus 50 francos te dan derecho a 0.06 cm2 de un cuadro de medio metro de alto y a participar en una campaña publicitaria a beneficio de otro.

Ni como inversión me parece razonable. No porque Picasso no sea un valor seguro, sino porque a partir de ahora quien quiera comprar la obra va a tener que reunir las 25.000 participaciones (o su mayoría) de donde se encuentren. Igual me equivoco, pero puede ser que las particularidades de esta compra hayan dejado el cuadrito en un raro limbo al margen del mercado.

Suena absolutamente contemporáneo y espejo del actual estado de la sociedad-red: un lugar donde puedes comprar cualquier cosa. Que no puedas disfrutar de tu compra y que en el proceso se desvirtúe el objeto de la misma ya es otra cosa. Pero, oye, ¿no decía Warhol que comprar es más americano que pensar? Pues nada, otra contribución a la cultura universal.

¿Se entiende ya por qué cuando se habla sobre el precio del arte nunca tengo ganas de entrar en la charla?

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